sábado, 31 de diciembre de 2016

POR TIERRA DE LOBOS



I

Arrodillado sobre

tantos días perdidos

contemplo hoy mi trabajo como a esa

ciudad lejana, a campo

abierto.

Y tú me culpas de ello,

corazón, duro amo.

Que recuerde y olvide,

que aligere y que cante

para pasar el tiempo,

para perder el miedo;

que tantos años vayan de vacío

por si nos llega algo

que cobije a los hombres.

Como siempre, ¿eso quieres?

En manada, no astutos

sino desconfiados,

unas veces altivos

otras menesterosos, por inercia

e ignorancia, en los brazos

del rencor, con la honra

de su ajo crudo y de su vino puro,

tú recuerda, recuerda

cuánto en su compañía

ganamos y perdimos.

¿Cómo podrás ahora

acompasar deber

con alegría, dicha

con dinero? Mas sigue.

No hay que buscar ningún

beneficio.

Lejos están aquellas

mañanas.


Las mañanas aquellas pobres de vestuario

como la muerte, llenas

de rodillas beatas y de manos

de marfil de la envidia y de unos dientes

muy blancos y cobardes,

de conejo. Esas calles

de hundida proa con costumbre añosa

de señera pobreza,

de raída arrogancia, como cuñas

que sostienen tan sólo

una carcoma irremediable. Y notas

de sociedad, linaje, favor público,

de terciopelo y pana, caqui y dril,

donde la adulación color lagarto

junto con la avaricia olor a incienso

me eran como enemigos

de nacimiento. Aquellas

mañanas con su fuerte

luz de meseta, tan consoladora.

Aquellas niñas que iban al colegio

de ojos castaños casi todas ellas,

aún no lejos del sueño y ya muy cerca

de la alegría. Sí, y aquellos hombres

en los que confié, tan sólo ávidos

de municiones y de víveres.


A veces, sin embargo, en estas tierras

floreció la amistad. Y muchas veces

hasta el amor. Doy gracias.



II

Erguido sobre

tantos días alegres,

sigo la marcha. No podré habitarte,

ciudad cercana. Siempre seré huésped,

nunca vecino.

Ahora ya el sol tramonta. De esos cerrros

baja un olor que es frío aquí en el llano.

El color oro mate poco a poco

se hace bruñida plata. Cae la noche.


No me importó otras veces

la alta noche,

recordadlo. Sé que era lamentable

el trato aquel, el hueco

repertorio de gestos

desvencijados

sobre cuerpos de vario

surtido y con tan poca

gracia para actuar. Y los misales

y las iglesias parroquiales,

y la sotana y la badana, hombres

con diminutos ojos triangulares

como los de la abeja,

legitimando oficialmente el fraude,

la perfidia, y haciendo

la vida negociable; las mujeres

de honor pulimentado, liquidadas

por cese o por derribo,

su mocedad y su frescura

cristalizadas en

ansiedad, rutina

vitalicia, encogiendo

como algodón. Sí, sí, la vieja historia.

Como en la vieja historia oí aquellas

palabras a alta noche, con alcohol,

o de piel de gamuza

o bien correosas, córneas, nunca humanas.

Vi la decrepitud, el mimbre negro.

Oí que eran dolorosas las campanas

a las claras del alba.


Es hora muy tardía

mas quiero entrar en la ciudad. Y sigo.

Va a amanecer. ¿Dónde hallaré vivienda?





Claudio Rodríguez. Alianza y condena, 1965. En Poesía completa (1953-1991). Tusquets, 2004.

Imagen: Edvar Munch. El asesino, 1910.

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