I
Arrodillado sobre
tantos días perdidos
contemplo hoy mi trabajo
como a esa
ciudad lejana, a campo
abierto.
Y tú me culpas de ello,
corazón, duro amo.
Que recuerde y olvide,
que aligere y que cante
para pasar el tiempo,
para perder el miedo;
que tantos años vayan de
vacío
por si nos llega algo
que cobije a los hombres.
Como siempre, ¿eso quieres?
En manada, no astutos
sino desconfiados,
unas veces altivos
otras menesterosos, por
inercia
e ignorancia, en los brazos
del rencor, con la honra
de su ajo crudo y de su vino
puro,
tú recuerda, recuerda
cuánto en su compañía
ganamos y perdimos.
¿Cómo podrás ahora
acompasar deber
con alegría, dicha
con dinero? Mas sigue.
No hay que buscar ningún
beneficio.
Lejos están aquellas
mañanas.
Las mañanas aquellas pobres
de vestuario
como la muerte, llenas
de rodillas beatas y de
manos
de marfil de la envidia y de
unos dientes
muy blancos y cobardes,
de conejo. Esas calles
de hundida proa con
costumbre añosa
de señera pobreza,
de raída arrogancia, como
cuñas
que sostienen tan sólo
una carcoma irremediable. Y notas
de sociedad, linaje, favor
público,
de terciopelo y pana, caqui
y dril,
donde la adulación color
lagarto
junto con la avaricia olor a
incienso
me eran como enemigos
de nacimiento. Aquellas
mañanas con su fuerte
luz de meseta, tan
consoladora.
Aquellas niñas que iban al
colegio
de ojos castaños casi todas
ellas,
aún no lejos del sueño y ya
muy cerca
de la alegría. Sí, y
aquellos hombres
en los que confié, tan sólo
ávidos
de municiones y de víveres.
A veces, sin embargo, en
estas tierras
floreció la amistad. Y muchas
veces
hasta el amor. Doy gracias.
II
Erguido sobre
tantos días alegres,
sigo la marcha. No podré
habitarte,
ciudad cercana. Siempre seré
huésped,
nunca vecino.
Ahora ya el sol tramonta. De
esos cerrros
baja un olor que es frío
aquí en el llano.
El color oro mate poco a
poco
se hace bruñida plata. Cae
la noche.
No me importó otras veces
la alta noche,
recordadlo. Sé que era
lamentable
el trato aquel, el hueco
repertorio de gestos
desvencijados
sobre cuerpos de vario
surtido y con tan poca
gracia para actuar. Y los
misales
y las iglesias parroquiales,
y la sotana y la badana,
hombres
con diminutos ojos
triangulares
como los de la abeja,
legitimando oficialmente el
fraude,
la perfidia, y haciendo
la vida negociable; las
mujeres
de honor pulimentado,
liquidadas
por cese o por derribo,
su mocedad y su frescura
cristalizadas en
ansiedad, rutina
vitalicia, encogiendo
como algodón. Sí, sí, la
vieja historia.
Como en la vieja historia oí
aquellas
palabras a alta noche, con
alcohol,
o de piel de gamuza
o bien correosas, córneas,
nunca humanas.
Vi la decrepitud, el mimbre
negro.
Oí que eran dolorosas las
campanas
a las claras del alba.
Es hora muy tardía
mas quiero entrar en la
ciudad. Y sigo.
Va a amanecer. ¿Dónde
hallaré vivienda?
Claudio Rodríguez. Alianza y condena, 1965. En Poesía completa (1953-1991). Tusquets,
2004.
Imagen: Edvar Munch. El asesino, 1910.
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