Poco le quedaría al corazón
si le quitáramos su pobre
noche manual en la que juega
a tener casa,
comida, agua caliente,
y cine los domingos.
Hay que dejarle la huertita
donde cultiva las legumbres;
ya le quitamos los ángeles,
esas pinturas doradas,
y la mayoría de los libros
que le gustaron,
y la satisfacción de las
creencias.
Le cortamos el pelo del
llanto,
las uñas del banquete, las
pestañas del sueño,
lo hicimos duro, bien
criollo,
y no lo comerá ni el gato
ni vendrán a buscarlo entre
oraciones
las señoritas de la Acción
Católica.
Así es nomás: sus duelos
no se despiden por tarjeta,
lo hicimos a imagen de su
día y él lo sabe.
Todo está bien, pero dejarle
un poco
de eso que sobra cuando nos
atamos
los zapatos lustrados de
cada día;
una placita con estrellas,
lápices de colores,
y ese gusto en bajarse a
contemplar un sapo o un pastito
por nada, por el gusto,
a la hora exacta en que
Hiroshima
o el gobierno de Bonn o la
ofensiva
Viet Mihn Viet Nam.
Julio Cortázar. Salvo el crepúsculo, 1984. En Algunos pameos y otros prosemas. Plaza
& Janés, 1998.
Imagen: Arturo Rivera