In memoriam
Rolf Dieter
Brinkmann,
Yosif Brodsky,
John Lennon,
adelantados de la quinta del 40.
En los años cuarenta de este
siglo que acaba
no mejor que empezó
con sus dos equis
siempre sin resolver
la humanidad se asesinaba en
grandes dosis
e inventaba artilugios y
sistemas
que incrementaran su
capacidad
de arrase y exterminio
geométricamente
con gran éxito.
Decenas de millones de
muertos confirmaron
los avances de la tecnología
–veinte siglos de
civilización
sirven de mucho–
y reavivaron las economías
de sus abanderadas patrias
y hasta del tercer mundo
de rebote.
Y ganaron los buenos
como siempre.
En los años cuarenta
cuando los de mi edad éramos
niños
en España
fuimos todos
católicofranquistas
por decreto y muy en
especial
los hijos de los rojos
y de republicanos y de ateos
huidos depurados o
enterrados.
Se nos amaestraba a tal
efecto.
Educadores eran
unos curiosos boy-scouts
fascistas
los txapelgorriak de calzón
corto
y serio azul mahón
y curas muchos curas
y frailes muchos frailes
y monjas muchas monjas
y las autoridades
de todo tipo y uniforme
y el miedo en general.
Algunos pese a todo
pocos
afortunados
ni alzamos nunca el brazo
ni cantamos el himno
cara al sol de justicia
ni desfilamos nunca
ni vestimos de azul
pero eso sí cantamos
en latín cantamos en romance
las glorias de la corte
celestial
desfilamos
en lentas procesiones
con flores a maría
con velas a porfía
y confesamos
y comulgamos los primeros
viernes
rezamos de rodillas
cumplimos penitencias
y monaguilleamos roquetes e
incensarios
cíngulos y navetas
vinajeras y cálices
sacristías y hostias.
Con las primeras pajas
y las primeras novias
y los primeros libros
prohibidos
nos volvimos ateos
y nos pareció el mundo algo
más habitable
lejos de las sotanas
y de los uniformes.
Y nos hicimos
revolucionarios.
Cuatro gatos
y pardos.
Y consistía
la revolución
en reunirnos misteriosamente
dándonos nombres falsos
en redactar extraños
documentos
de difusión dudosa
en leer a los clásicos
–el ebreuccio tedesco y sus
discípulos–
en infiltrarnos
subrepticiamente
en organizaciones
estatales legales sindicales
en realizar grafitti en
blanco y negro
y en ciertas ocasiones
agruparnos en calles
previamente anunciadas
para darnos el gusto de
correr
delante de los cuernos
de grises policías de palo y
tente tieso
–los destripaterrones
reciclados
para ordenar al público
los muertos de hambre de la
panza llena
porra gorra y mazmorra.
Nosotros
señoritos
liberaríamos a la clase
obrera
derrotaríamos al
imperialismo
última fase del capitalismo
tigre con pies de barro
construiríamos
el socialismo.
Todo estaba muy claro.
No minimizo lo que hicimos.
Excesivo sería ensalzarlo no
obstante.
Las circunstancias eran
más altas
que nosotros.
Navegábamos
en el sentido de la historia
o sea
contra viento y marea
a contrapelo
y con encontronazos
así que si acertamos
sólo fue en una cosa
en predecir que el viejo
general
no iba a ser inmortal.
Pero aun así duró una
eternidad.
Luego vino la historia
de después de la historia
ésta que un nipoamericano
dice
que ha llegado la the end
o sea
lo que pasa.
El curriculum lutae les ha
servido a algunos
para saborear las mieles del
poder
–también la miel con erre–
a otros para triunfar en las
pantallas
en los papeles en los
hemiciclos
en los burdeles oficiales.
Otros los menos listos los
más los menos válidos
para el afane y la cucaña
rompimos el carnet
de excombatientes
y nos incorporamos a la
vida.
Y cada cual se las bandea
como puede
en la jungla de plástico
donde aún es posible sin
triunfar
no avergonzarse por la
mañana ante el espejo
y vivir de un trabajo
y no deberle nada a nadie.
Sin la excusa de dios
y sin la excusa de la
revolución
no elegir la rapiña y el
cinismo
resulta más difícil
pero tiene más mérito
alegra el cuerpo
y yo estoy convencido
de que aclara el espíritu
y aviva el corazón.
De aquí a cien años dicen
todos calvos.
Que al menos
el recuerdo que deje
lo que fuimos
los que vengan lo adopten
lo hagan suyo
y siga incorruptible
en sus adentros.
Jesús Munárriz. Corazón independiente, 1998. En Materia del asombro. Antología, 1970-2015.
Selección de Francisco Javier Irazoki. Hiperión, 2015.
Imagen: Chema Madoz