V
Escucha la hora formidable del almuerzo
en la ciudad. Las oficinas, en un instante, se vacían.
Las bocas succionan un río de carne, legumbres y tartas vitamínicas.
¡Salta deprisa del mar la bandeja de peces argénteos!
Los subterráneos del hambre lloran caldo de sopa,
ojos líquidos de perro a través del cristal devoran tu hueso.
Come, brazo mecánico, aliméntate, mano de papel, es tiempo de comida,
más tarde será el de amor.
Lentamente las oficinas se recuperan, y los negocios, forma indecisa, evolucionan.
El espléndido negocio se insinúa en el tráfico.
Multitudes que lo cruzan no lo ven. No tiene color ni olor.
Está disimulado en el tranvía, detrás de la brisa del sur,
viene en la arena, en el teléfono, en la batalla de aviones,
se hace cargo de tu alma y de ella extrae un porcentaje.
Escucha la hora estragada del regreso.
Hombre tras hombre, mujer, niño, hombre,
ropa, cigarro, sombrero, ropa, ropa, ropa,
hombre, hombre, mujer, hombre, mujer, ropa, hombre,
imaginan que esperan cualquier cosa,
y se quedan mudos, se evaporan paso a paso, se sientan,
últimos siervos del negocio, imaginan que vuelven a casa,
ya de noche, entre muros apagados, en una supuesta ciudad, imaginan.
Escucha la pequeña hora nocturna de compensación, lecturas, llamada al casino, paseo en la playa,
el cuerpo al lado del cuerpo, al fin distendido,
con los pantalones quitado el incómodo pensamiento de esclavo,
escucha al cuerpo chirriar, ajustar, refluir,
errar en objetos remotos y, bajo ellos soterrado sin dolor,
confiarse a lo que-bien-me-importa
del sueño.
Escucha el horrible empleo del día
en todos los países de habla humana,
la falsificación de las palabras pingando en los periódicos,
el mundo irreal de los registros donde la propiedad es un pastel con flores,
los bancos triturando suavemente el pescuezo del azúcar,
la constelación de las hormigas y usureros,
la mala poesía, la mala novela,
los frágiles que se entregan a la protección del basilisco,
el hombre feo, de mortal fealdad,
paseando en bote
en un siniestro crepúsculo de sábado.
V
Escuta a hora formidável do almoço
na cidade. Os escritórios, num passe, esvaziam-se.
As bocas sugam um rio de carne, legumes e tortas vitaminosas.
Salta depressa do mar a bandeja de peixes argênteos!
Os subterrâneos da fome choram caldo de sopa,
olhos líquidos de cão através do vidro devoram teu osso.
Come, braço mecânico, alimenta-te, mão de papel, é tempo de comida,
mais tarde será o de amor.
Lentamente os escritórios se recuperam, e os negócios, forma indecisa, evoluem.
O esplêndido negócio insinua-se no tráfego.
Multidões que o cruzam não vêem. É sem cor e sem cheiro.
Está dissimulado no bonde, por trás da brisa do sul,
vem na areia, no telefone, na batalha de aviões,
toma conta de tua alma e dela extrai uma porcentagem.
Escuta a hora espandongada da volta.
Homem depois de homem, mulher, criança, homem,
roupa, cigarro, chapéu, roupa, roupa, roupa,
homem, homem, mulher, homem, mulher, roupa, homem,
imaginam esperar qualquer coisa,
e se quedam mudos, escoam-se passo a passo, sentam-se,
últimos servos do negócio, imaginam voltar para casa,
já noite, entre muros apagados, numa suposta cidade, imaginam.
Escuta a pequena hora noturna de compensação, leituras, apelo ao cassino, passeio na praia,
o corpo ao lado do corpo, afinal distendido,
com as calças despido o incômodo pensamento de escravo,
escuta o corpo ranger, enlaçar, refluir,
errar em objetos remotos e, sob eles soterrados sem dor,
confiar-se ao que-bem-me-importa
do sono.
Escuta o horrível emprego do dia
em todos os países de fala humana,
a falsificação das palavras pingando nos jornais,
o mundo irreal dos cartórios onde a propriedade é um bolo com flores,
os bancos triturando suavemente o pescoço do açúcar,
a constelação das formigas e usurários,
a má poesia, o mau romance,
os frágeis que se entregam à proteção do basilisco,
o homem feio, de mortal feiúra,
passeando de bote
num sinistro crepúsculo de sábado.
Carlos Drummond de Andrade. A rosa do Povo, 1945. Traducción: Conrado Santamaría.
Imagen: René Burri. Blackout. New York City, USA. 1965.
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