Tú también, como todos, lo llamaste espejo de la eternidad, contrario de la tierra, camino que une, abismo que separa. O, si la relación fue más estrecha, te refieres a ella como la mar, agua madre que en su interior gestó a todos los seres. Tu más remoto antepasado estuvo allí como partícula de vida a la que en millones de años crecieron cilios, aletas, brazos, ojos, pulmones, cerebro, pulgar capaz de oponerse a los otros dedos.
Desde el promontorio sigues el pastoreo de las olas, sus avances, sus retiradas, las gradaciones de limpidez entre el azul, el verde y la espuma. Si con Eurípides has creído que el mar lava la suciedad del mundo, observa lo que desde esta orilla le arrojamos: plomo, cobre, mercurio, cianuro. Zarpa y verás los grumos de petróleo que han empedrado sus senderos.
Durante siglos pudimos injuriarlo y saquear lo que sus olas resguardaban. Hoy al matarlo estamos muriendo. Cuando haya muerto el mar no tendremos oxígeno. Última ironía y regreso a las fuentes, moriremos boqueando, como peces fuera del agua.
José Emilio Pacheco. Desde entonces, 1975-1978. En Islas a la deriva. Poesía III (1973-1978). Visor, 2011.
Imagen: Hengki Koentjoro
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