Esta
vez lo que el viejo cuervo traía en su pico era un simulacro de queso. El mundo
había cambiado, se había hecho mucho más grande, o, quizás, un poco más
pequeño. Quién podía asegurarlo. Había toda una naturaleza artificial
superpuesta a la naturaleza primera y las cosas ya no eran las cosas, ni sus
nombres sus nombres. Y nadie se movía.
Cuando
el cuervo se posó en el poste del tendido eléctrico, la zorra ya hacía un
tiempo que lo estaba esperando.
Como un viejo actor que toda su vida
ha representado el mismo papel y declama su parlamento con la cabeza puesta en
otra cosa, la zorra volvió a repetir los mismos halagos, idénticas adulaciones,
el perdurable rosario de sus cansadas mentiras. Desplegaba sin verdaderos deseos
de triunfar los artificios de una retórica ya agotada. Por el este una especie
de nube amenazaba una lluvia postiza que volvería a caer sobre mojado.
El cuervo, aunque no recordaba ya
cuándo había dejado de creer en las palabras de la zorra y en todas las
moralejas de cuentos y fábulas, volvió a interpretar su papel en el rito.
Ahuecando sus astrosas plumas, lanzó los dos convencionales graznidos y dejó
caer otra vez el simulacro de queso.
Luego, como hacía siempre en los
últimos años, la zorra esperó al cuervo junto a la fábrica abandonada. Y, antes
que llegara la lluvia verdosa, compartieron aquella miseria mientras maldecían
sin más los tiempos fingidos en que les había tocado sobrevivir.
Conrado
Santamaría
Imagen:
Zdzisław Beksiński, 1979.
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