Él caminaba por la selva perturbada,
oía la fragancia de las plantas suprimidas,
palpaba el gorjeo de los pájaros extintos,
veía los follajes de las vegetaciones calcinadas,
porque en su memoria todo tiempo era presente
y había visiones que no se iban de sus ojos.
Sus pies se hundían en el fango caliente
como si fuera pisando sapos reventados,
sus manos tocaban las aguas estancadas
como si se sumergieran en sus miasmas.
El calor del mediodía se le pegaba
a la cara como una tela sucia.
Por doquiera se escuchaba la música fría del árbol
muerto,
por doquiera asomaban los tocones endurecidos
de los árboles que se negaban a ser arrancados del suelo,
por doquiera corrían las aguas de los ríos desaparecidos
como fantasmas reprochando al hombre su muerte.
En todas partes él pisaba la sombra de los ausentes.
Los antepasados salían a su paso, le preguntaban:
“¿Qué has hecho de los animales?”, “¿Por qué mataste el
mar?”
“El aire ha cambiado. ¿Adónde se han ido las aves?”
“Este año no ha habido primavera y no habrá invierno.
El Sol, como un ojo sin párpados,
está mirando furiosamente a la Tierra.”
Él, parado en el cerro del Poniente,
vestido de amarillo, las alas refulgentes,
no tenía palabras para contestar,
solamente les mostraba con las manos
los pedazos azules y los jirones verdes
del paisaje de su infancia desgarrado.
Homero Aridjis. Tiempo de ángeles, 1994. En El
consumo de lo que somos. Muestra de poesía ecológica hispánica contemporánea.
(Ed. Steven F. White). Amargord, 2014.
Imagen: Joédson Alves
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