¿Es cierto que el futuro es ese lugar en donde nadie quiere vivir?
¿Es posible que en cada uno de nosotros exista un miedo irreconocible a no poder salvar el mundo?
La inmortalidad será posible tan sólo si cedemos nuestras emociones más íntimas a las grandes firmas publicitarias.
La sociedad es un animal sin pulso como las imágenes que recogen en la calle las cámaras de visión nocturna.
Las noticias hablan de la conveniencia de volver a las estructuras políticas del pasado, a una dimensión moral que pensábamos obsoleta.
Dónde termina mi autenticidad, me pregunto, y comienza la construcción audiovisual de mi pensamiento.
Pones tu cabeza en mi hombro, coges mi mano.
Me dices: no te preocupes, el futuro es un tiempo que nunca llega.
Pero también tú tiemblas, igual que una pantalla mal sintonizada, ante la posibilidad de que, incluso nosotros, formemos parte de esa multitud que compite por alcanzar la felicidad.
Las preguntas que gobiernan el mundo están equivocadas, pienso.
¿Hacia dónde me llevan las palabras que pronuncio?
¿De qué forma perciben los que me rodean el más común de mis movimientos?
La conciencia de las masas oscila según los impulsos del marketing político.
Todas las veces que nos hemos amado, te digo, se encuentran almacenadas en la base de datos de alguna multinacional.
Apago el sonido de la televisión y los gestos que me transmiten los tertulianos son de alerta ante la inminente cercanía de una realidad distópica.
El futuro nos amenaza con hacer crecer una guerra en cada uno de nosotros.
El alcohol y las drogas se convertirán en las formas más aceptadas de expresar emociones, y la poesía
la poesía desaparecerá en la enfermedad capitalista de la industria.
No somos los únicos que agitan en sus manos un corazón en llamas.
Lo inmoral sería no ir en busca del misterio que hay detrás de las horas.
Cuido de mi existencia al intentar dar amparo con mi voz.
Enumero mis buenos actos para olvidar la sed que me provoca el consumo diario de pastillas para dormir.
Para que ninguna cámara de vigilancia pueda leer nuestros labios, nos decimos al oído que la felicidad no se encuentra en mitad de esta catástrofe.
Abrázame, te digo, para protegernos de la velocidad con que pasan los días.
Rodrigo Garrido Paniagua. El amor en la era del Big Data. Difácil, 2020.
Imagen: Archillect
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