En realidad, no se sabe casi
nada de lo que le pasa a «todo ser humano», si bien es posible que muchos
querrían también encontrar un asidero, solo uno, para los días teñidos de una
esperanza desolada, si cabe hablar así. Algunas personas, siempre más de las
que parecen estar a la vista, no envuelven su yo en una cámara separada, no
asignan al dolor adjetivos como propio o ajeno. Sucede. Ha sucedido a lo largo
de la historia, nadie sabe si seguirá sucediendo y hay quien trata de denigrar
sus conductas como si fueran fruto de un misticismo y no de la razón tranquila
del vivir. Cuando ven que casi nunca hay una relación directa entre su acción y
que algo se arregle, ¿por qué no dimiten? Ante obstáculos y contradicciones,
ante las amenazas, ante la adversidad, ¿por qué no se enfurecen? Ah, pero es
que claro que se enfurecen y se alzan. Conocen la ira del nudo imposible de
deshacer: qué tentación entonces de grito y desafuero. Tú, sí, tú,
condescendencia, cuádrate porque no sabes nada de la ferocidad que encierra eso
que desdeñosamente llamas buena voluntad. La mirada displicente con que crees
poder juzgar sus conductas, guárdatela, y todas tus sentencias. Piensas que son
así porque no se atreven, piensas que no conocen el ataque de la aviación y las
granadas que caen en el patio, perforan los techos, estallan el interior del
palacio de la Moneda. No aprenden, murmuras displicente. Teme su fuerza. La que
adquieren cada día cuando se niegan, cuando recuerdan que la crueldad es
violencia sin razón y que la razón tiene un coste, que la atención coordinada
cuesta esfuerzo. Y parece que no avanzan, pero un día te sobresaltará su gesto
de huracán, tan cerca.
Belén Gopegui. Existiríamos el mar. Penguin Random House, 2021.
Imagen: Dorothea Lange. Young migratory mother, 1940.
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