Me gustaba obedecer, así que estudié lo que me dijeron y mostré una curiosidad maníaca por todos los saberes provechosos. Siendo niña, me aparté de los niños para sonreír a los adultos, pero a veces me cansaba y me torcía sin querer.
Entonces abandoné el cálculo, la química, la gramática, y leí muchos poemas aunque seguí estudiando porque así me lo dijeron.
Unos cuantos títulos después, me apartaba de los adultos siendo adulta para sonreír a los niños, y escribía en el poco tiempo libre que me dejaba rendir todo el tiempo.
Mi fuerza laboral había empezado a emanciparse de sus objetivos materiales y trabajaba cada vez por menos: gratis es la forma cristalina, me decía, más pura del trabajo.
Porque siempre hubo alguien que llenara el frigorífico, me convertí con treinta y cinco años en una trabajadora mantenida –igual que lo habían sido mis abuelas, que conocieron tan pocos amantes como gobiernos– y seguí sonriendo, especialmente a mis empleadores. Pero a veces me cansaba y me torcía sin querer.
De tanto propagarse, lo torcido acabó por alcanzar mis versos, que hurgaban roedores en la basura. Hasta que perdí a mis patrocinadores íntimos, incluso mi devoción por el trabajo. Aunque no este empuje bruto que dice y tropieza, seguro de que existen palabras que se comen.
Erika Martínez. En (Tras)lúcidas. Poesía escrita por mujeres (1980-2016). Edición de Marta López Vilar. Bartleby, 2016.
Imagen: Mijail Smodor. Galich, 1933.
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