Como si nadie oyese en la
cripta del corazón las espinas del pájaro de la barbarie, nadie es nadie. Nadie
el senador de los tirantes elásticos. Usted es nadie, sombrero de las
recepciones, y vos pamela de la medusa, vuesa esquiva merced en tratos con otra
clase de nada. Nadie en la multiplicación son hoy los felices, y nadie el
giróvago antílope que danza en los subterráneos. Yo soy nadie. Tú, el vocalista
en la boca moderna de nadie. Y tú, poesía, oca viuda de los quitasoles,
linterna de los espías tras la limusina de los ataúdes.
A qué viene eso de la mancha de los espíritus, a cuento
de qué decir ahora que tras esta compuerta aúllan en las bandejas los ojos del
refugiado. Dicho así el placer y los cubitos de hielo son corrupción en los
recintos de música, fechas de plata en la memoria de la fatalidad.
Algún día lo que ahora escribo será inteligible. Algún día,
en el perímetro de las cosas sabidas, la época de los sufrimientos que hicieron
visible el mercado de las heridas será entendida como edad de una sábana rota,
órbita de nuestra desnudez recubierta de insectos como lengua del gran pez
moribundo.
Cuando nadie sea ya nadie en la dentadura fósil del
universo, y nadie, es decir, nosotros, los rumiantes en el dolor de los
sobrevivientes, hayamos arrancado de raíz la palabra destino para referirnos a
la compasión, hayamos enterrado los cargamentos de misericordia y las heces de
hiena, hayamos aceptado la infamia como conducta de época.
Cuando nadie sea ya nadie y no haya huellas de nadie ni
frutos de nadie en los mercados del pensamiento, esto se olvidará, esto también
ha de ser olvidado por el magnetófono aéreo de lo que oscila en el cosmos, y la
podredumbre de nuestro silencio y la bisutería de los diplomáticos alrededor de
las fosas comunes.
Nadie es nadie, escritura de las elocuentes cifras que
suman dolor al oprobio, cinta azul de los legajos de la minuciosidad. Nadie es
nadie bajo la lente de los archiveros. Nadie con su puñado de tierra, el
oferente y el lúcido, el préstamo de jerarca invisible en nosotros, huyendo en
el taxi de la conciencia de las columnas de humo.
Para qué sirves entonces poesía de las hojas incendiadas
por las pavesas de la justicia, vieja poesía de los herbolarios, mostaza de los
cónsules que predicaron el amanecer. Hacia dónde, hacia quién, venerable
Withman, junto al apacible río de los pensamientos sagrados sumerge la mujer su
criatura en el agua antes de la incineración.
Como si nadie oyese las espinas del pájaro de la
barbarie, parece ser que aquí nadie es nadie. Nadie el silencio y su caldero de
cal sobre los desaparecidos. Codicia, eso dice aquí la palabra codicia.
Juan Carlos Mestre. Las estrellas para quien las trabaja.
Antología poética. Edilesa, 2007.
Imagen: Yannis Behrakis.
Lesbos. Septiembre, 2015.