En el centro de la ciudad o del mundo,
en su jadeante corazón,
en sus plazas,
en las brillantes avenidas
de Nueva York o de París,
pulidos escuadrones
se suceden, discuten, empapelan
el destino del mundo.
También hablan de mí;
en ruso o en inglés
hablan de mí,
de mi miseria o de la guerra, dicen
que no quiero morir.
Yo muerdo una manzana,
escupo, estoy tranquilo,
allí me representan,
saben que no quiero morir.
En las asambleas, en los
congresos,
en las reuniones periódicas,
en la primavera o el otoño
los oradores se levantan.
No son hombres,
son los representantes
de América, el Polo Norte o la ciudad de Saint-Louis.
En las plazas,
en el centro de la ciudad o del mundo,
sobre su fragante corazón fatigado,
el reino de la voz que no descansa:
los que hablan en representación
de la tierra,
de la cultura occidental,
del Pacto Atlántico,
de los que tienen un solo ojo
o de los que tienen tres.
Allí y aquí me representan.
Todos me representan.
Soy feliz.
Muerdo mi breve fruto
o mi importante vida: ya no sé.
Estoy tranquilo.
Sueño.
Hay que salvar al hombre.
Me parcelan. Dividen mis derechos
y los defienden por igual.
Ellos, los poderosos
o los santos
o los profesores
o los poetas
o los arzobispos
o los políticos,
los que suelen hablar
en representación de todo el mundo
o quién sabe de quién.
En representación de mí,
que tengo hambre o como
o lloro (¿en representación de quién?),
de mí tan singular, tan oscuro y diario
que me toco, río y muero a la vez
y en representación de mí mismo solamente
amo la vida así.
José Ángel Valente. A
modo de esperanza, 1953-1954. En Punto cero.
Poesía 1953-1979. Seix Barral, 1980,
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