–¿La
ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso
la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, sino una ilusión
más; porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me ha dado tiempo
para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio
Dios. Sólo esa larga vida arrastrada que tuve, llevando de aquí para allá mis
ojos tristes que siempre miraron de reojo, como buscando detrás de la gente,
sospechando que alguien me hubiera escondido a mi niño. Y todo fue culpa de un
maldito sueño. He tenido dos: a uno de ellos lo llamo el «bendito» y a otro el
«maldito». El primero fue el que me hizo soñar que había tenido un hijo. Y
mientras viví, nunca dejé de creer que fuera cierto; porque lo sentí entre mis
brazos, tiernito, lleno de boca y de ojos y de manos; durante mucho tiempo
conservé en mis dedos la impresión de sus ojos dormidos y el palpitar de su
corazón. ¿Cómo no iba a pensar que aquello fuera verdad? Lo llevaba conmigo a
dondequiera que iba, envuelto en mi rebozo, y de pronto lo perdí. En el cielo
me dijeron que se habían equivocado conmigo. Que me habían dado un corazón de
madre, pero un seno de una cualquiera. Ése fue el otro sueño que tuve. Llegué
al cielo y me asomé a ver si entre los ángeles reconocía la cara de mi hijo. Y
nada. Todas las caras eran iguales, hechas con el mismo molde. Entonces
pregunté. Uno de aquellos santos se me acercó y, sin decirme nada, hundió una
de sus manos en mi estómago como si la hubiera hundido en un montón de cera. Al
sacarla me enseñó algo así como una cáscara de nuez: «Esto prueba lo que te
demuestra.»
»Tú
sabes cómo hablan raro allá arriba; pero se les entiende. Les quise decir que
aquello engarruñado por las hambres y por el poco comer; pero otro de aquellos
santos me empujó por los hombros y me enseñó la puerta de salida: “Ve a
descansar un poco más a la tierra, hija, y procura ser buena para que tu
purgatorio sea menos largo.”
ȃse
fue el sueño “maldito” que tuve y del cual saqué la aclaración de que nunca
había tenido ningún hijo. Lo supe ya muy tarde, cuando el cuerpo se me había
achaparrado, cuando el espinazo se me saltó por encima de la cabeza, cuando ya
no podía caminar. Y de remate, el pueblo se fue quedando solo; todos largaron
camino para otros rumbos y con ellos se fue también la caridad de la que yo
vivía. Me senté a esperar la muerte. Después que te encontramos a ti, se
resolvieron mis huesos a quedarse quietos. “Nadie me hará caso”, pensé. Soy
algo que no le estorba a nadie. Ya ves, ni siquiera le robé el espacio a la
tierra. Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus
brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora. Sólo se me ocurre que
debería ser yo la que te tuviera abrazado a ti. ¿Oyes? Allá afuera está
lloviendo. ¿No sientes el golpear de la lluvia?
»–Siento
como si alguien caminara sobre nosotros.
»–Ya
déjate de miedos. Nadie te puede dar ya miedo. Haz por pensar en cosas
agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados.
Juan Rulfo. Pedro Páramo, 1953.
Imagen: Juan Rulfo.
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