Allá en un claro cerca del monte,
bajo una higuera como un dosel,
hubo una choza donde habitaba
una familia que ya no es.
El padre, muerto; la madre, muerta;
los cuatro niños muertos también:
él, de fatiga; ella, de angustia;
ellos de frío, de hambre y de sed.
Ha mucho tiempo que fui al bohío
y me parece que ha sido ayer.
¡Desventurados! Allí sufrían
ansia sin tregua, tortura cruel.
Y en vano alzando los turbios ojos,
te preguntaban, Señor, ¿por qué?
y recurrían a tu alta gracia
dispensadora de todo bien.
¡Oh, Dios! Las gentes sencillas rinden
culto a tu nombre y a tu poder:
a ti demandan favor los pobres,
a ti los tristes piden merced;
mas como el ruego resulta inútil
pienso que un día –pronto tal vez–
¡no habrá miserias que se arrodillen,
no habrá dolores que tengan fe!
Rota la brida, tenaz la fusta,
libre el espacio ¿qué hará el corcel?
La inopia vive sin un halago,
sin un consuelo, sin un placer.
Sobre los fangos y los abrojos
en que revuelca su desnudez
cría querubes para el presidio
y serafines para el burdel.
El proletario levanta el muro,
practica el túnel, mueve el taller,
cultiva el campo, calienta el horno,
paga el tributo, carga el broquel;
y en la batalla sangrienta y grande,
blandiendo el hierro por patria o rey,
enseña al prócer con noble orgullo
cómo se cumple con el deber.
Mas, ay ¿qué logra con su heroísmo?
¿Cuál es el premio, cuál su laurel?
El desdichado recoge ortigas
y apura el cáliz hasta la hez.
¡Leproso, mustio, deforme, airado,
soporta apenas la dura ley
y cuando pasa sin ver al cielo
la tierra tiembla bajo sus pies!
¿1886?
Salvador Díaz Mirón. En Nocturno peregrino. Poemas escogidos. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, 2013.
Imagen: Lorenzo Viani
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