Una mujer corría.
Jadeaba y corría.
Tropezaba y corría.
Con un miedo macizo debajo de las cejas
y un niño entre los brazos.
Corría por la tierra que olía a recién muerto.
Corría por el aire con sabor a trilita.
Corría por los hombres erizados de encono.
Miraba a todos lados.
Quería detenerse.
Sentarse en un ribazo con su hijo menudo.
Sentarse en un ribazo y amamantar en paz.
Pero no hallaba sitio.
No encontraba reposo.
No lograba la pausa sosegada y segura
que las madres precisan.
Ese viento apacible que jamás se interpone
entre el pecho y el labio.
Buscaba cerca y lejos.
Buscaba por las calles,
por los jardines y bajo los tejados,
y en los atrios de las iglesias,
por los caminos desnudos y las carreteras arboladas.
Buscaba un rincón sin espantos,
un lugar aseado para colocar una cuna.
Y corría y corría.
Dio la vuelta a la tierra.
Buscando.
Huyendo.
Buscando.
Y no encontraba sitio.
Y seguía corriendo.
Y el niño sollozaba débilmente.
Crecía débilmente
colgado de su carne fatigada.
Ángela Figuera Aymerich. El grito inútil, 1952. En Obras completas. Hiperión, 2009.
Imagen: Ramadan Abed. Una mujer palestina huye con sus hijos trillizos del hospital de Al Shifa después de un bombardeo israelí, 2024.
"¿Qué hacer con el grito que brota de una tragedia?"
ResponderEliminarIngeborg Bachmann
Ampararlo, sin duda, con todo nuestro cuerpo, si se trata de una tragedia verdadera. Si es el grito de una tragedia construida, una falsa tragedia, hay otros haceres más arriesgados. Salud, Joan!
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