martes, 17 de octubre de 2023

DOCUMENTAL


 

Un decorado basta

para manchar la vida. Puede

ser que las cosas no sucedan

así, que las veamos ajenas a su propio

poder de persuasión desde el precario

ardid que como espectadores

nos exigen y que no sea

más que un espejo deformante

quien realza hasta el asco la copia

de la fe. Pero aquello que el ojo testifica

frente a la representación

del genocidio, las inmundas

referencias graduales

de los hechos, la lóbrega escombrera

de algo terrible que ocurrió

una vez, van socavando

la personal capacidad

de crédito, la atroz

reconstrucción de lo inhumano,

y nunca ya dejamos de ser parte

de aquella repulsiva iniquidad

que resquebraja el fondo

de la historia.

                        Así, sin más

comprobación que la que suministran

los cómplices valores, la insufrible

frontera del dolor, en la butaca

del cine, frente al libro

implacable, mientras las nóminas

de los torturadores, los decretos

del exterminio de una raza, trazan

sus mandamientos y hacen turno

para activar la ejecutoria

del espanto, entonces,

la crédula conciencia del testigo

araña la madera y el papel,

se encarniza en el pecho como un ácido

y salta ya del otro lado

de las infectas leyes, rompe

la luz, la letra, escupe

en la cara del mundo, entra a saco

en la vida, maldice la virtud.

 

Cayeron las sangrientas imágenes encima

del estertor de la pantalla,

gangrenando hasta el último muñón

de la verdad, hurgando con sus garfios

en lo más irredento de mi propia

vergüenza de vivir. El espeluzno

de la abyección sin nombre: trozos

de piel humana con tatuajes

decorando cuarteles, fetos

amontonados como latas vacías, rostros

informes fermentando en medio

de gases nauseabundos. Auschwitz,

Treblinka, Brunswick, Bergen-Belsen,

muros de Dite, ciénagas de Estigia,

la toponimia del terror: huesos abriendo

fosas, mutilados despojos, ojos

de niños, ojos de niños

ya sin muerte siquiera, grumos

de ojos con el vidrio en vilo,

inhibidos, horribles, espasmódicos,

sin órbitas de humano, desorbitadamente

abiertos, ya reos de estar vivos,

apiñados en zanjas, en boquetes,

asomados a cuencas

sin pupilas. Y en el seco cristal

de cada ojo, el gueto,

el horrendo almacén de tantos

ojos, de tres generaciones de ojos,

de dieciséis millones

de ojos.

            ¿A quién le pediremos

cuentas, qué tribunal podría

purgar la podredumbre de la historia?

¿Para qué tantos símbolos

de fraudulentas crónicas de fe?

Nadie tan inhumano que represe

su pensamiento y juzgue

distribuyendo la justicia en códigos

frente a tantas fatídicas culturas,

repugnantes banderas.

                                               Inmortales

los crímenes, ¿clamamos todavía

a los falaces dioses

para que miserablemente

restituyan al tiempo su ignominia,

diriman el horror? ¿Somos los mismos

que en la asamblea de los fratricidas

erigieron los yugos de la paz

e inicuamente promulgaron

la capitulación de la venganza?

¿Merezco yo gritar mientras escribo

sin saber hacia quién, cómplice

de mi propio atestado, y se me llena

de impune virulencia la razón?

 

 

José Manuel Caballero Bonald. Pliegos de cordel,  1963. En Somos el tiempo que nos queda. Obra poética completa 1952-2009. Austral, 2011.

Imagen: Adel Hana. Destrucción causada por los bombardeos aéreos israelíes en la ciudad de Gaza, el 11 de octubre de 2023.

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