De repente oyó la voz de Martinon:
–A propósito de Arnoux, he leído entre los nombres de los inculpados en el caso de las bombas incendiarias el de uno de sus empleados, Senecal. Ese Senecal, ¿es el nuestro?
–El mismo –le replicó Frédéric.
Martinon repitió, alzando mucho la voz:
–¡Cómo! ¡Nuestro Senecal, nuestro Senecal!
Entonces le hicieron preguntas sobre el complot; su puesto de agregado a la Audiencia le daba posibilidad de estar bien informado.
Confesó no estarlo. Por otra parte, conocía muy poco a ese personaje, por haberlo visto únicamente dos o tres veces, pero, en definitiva, le tenía por un mal sujeto. Frédéric, indignado, exclamó:
–¡En modo alguno! ¡Es un muchacho muy honesto!
–Sin embargo, señor –dijo un propietario–, cuando se conspira no se es honesto.
La mayor parte de los hombres que estaban allí había servido, al menos, a cuatro gobiernos; y habrían vendido a Francia o al género humano por garantizar su fortuna, ahorrarse un malestar o una dificultad, o incluso por simple bajeza, por adoración instintiva de la fuerza. Todos calificaron de inexcusables los crímenes políticos. Era más fácil perdonar los que provenían de la necesidad. Y no se dejó de sacar a relucir el eterno ejemplo del padre de familia que roba el eterno pedazo de pan en la eterna tahona.
Un administrador llegó a decir:
–Yo le aseguro, señor, que denunciaría a mi hermano si supiera que estaba conspirando.
Gustave Flaubert. La educación sentimental. Alianza editorial, 1983. Traducción, prólogo y notas de Miguel Salabert.
Imagen: Honoré Daumier. Le Ventre Legislatif, 1834.
No hay comentarios:
Publicar un comentario