domingo, 31 de diciembre de 2023

Hotel animal


 

El hotel de las vacas está en el campo. Aglutinadas entre el barro y sus propios excrementos tienen más suerte que los cerdos que aún viven en pequeñas aldeas anarquistas.

Una compleja infraestructura sirve el hotel de la vaca: le transportan los víveres elaborados especialmente, mecánicos de animales revisan a diario los sistemas del animal despensa; cabezas de hombre administran –como místicos del metal– los valores de su presente y de su futuro. (Debido al juicio osado del hombre, las escaleras a las que pueden acceder las vacas solo dan al infierno).

Las vacas rumean su desdicha y olvidan el paisaje que se levanta a su lado; balancean sus mandíbulas mecánicas indiferentes de la frescura que entra en su boca anulada de estímulos, vacía de paladar. Lejos de su estancia, de su orbe pequeño e ignorado, en la ciudad del hombre se hunde el infierno de las vacas. Es allí, donde nace el verdadero espíritu del rumiante, donde se la ve hermosa en frascos y carteles, donde sigue inmóvil pero feliz. Complejo “infierno florido” del hombre, donde se la retrata atractiva mientras se pasea con sus vísceras, arrancada para siempre del monstruo impávido que era, fruta de carne dentro de una bolsa plástica donde se reencuentra por última vez con su pasado, descuartizada por las veredas de la ciudad.

Quizás, en el plástico de la bolsa, la vaca siga viva, y en la sangre que dejó el carnicero, se conciban un sueño y una profecía: el augurio metálico del cabeza de hombre y la utopía de libertad del animal dormido.

 

 

Juan Pablo Moresco. Animales domésticos. Yaugurú, 2017.

Imagen: Prudence Upton. Crush, Group Branch Nebula, 2020.

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