En la Universidad del hombre sabio
él, el intelectual de la violencia
angélica, la pura fe en el fuego
engendrador de la salud celeste,
mortal, voraz y verdadero mata.
Es en el mundo solitario el claustro
hermoso y gótico, donde él pasea
pensativo. La fuente corre muda.
El dominico pliega el tosco paño
que le cubre y sube a la alta celda
de los estudios del tormento: cura
agua; la máquina del potro; lecho
del interrogatorio donde el sueño
nunca podrá dormirse, perturbado.
Terrible condición ser bestia negra
el juez maldito, el consultor del odio,
el consejero lábil de la usura
santa y cerril, real de Majestades.
El gran Inquisidor guarda dispuesta
la densa máquina del Santo Oficio;
da la señal, alza la mano y pone
al exterminador en el camino
llega el soplón y dicta y dice
nombres, abre la casa, mira dentro
del jarro azul, husmea los papeles
rebusca entre los libros y contempla
los lienzos y los signos personales.
A la Plaza Mayor traen, de todos
los bosques de la patria, muchedumbre
de leña infiel y sarmentosa, única
y terrible justicia de la hoguera.
Bocas en llamas, círculos gritando;
sangre grasienta colma la sed, harta
el hambre cruel la carne cruda, grupos,
masas devoradoras, prietas lenguas
de fuego lamen, tuestan, queman fieras
los cuerpos vivos, ojos derretidos
de funeral mirada vuelta, sueltan
el olorcillo dulce y grato del hereje;
humo ceremonial entra en la trompa
del Unicornio, el miedo a ser pasto
del asesino o del veneno puro;
él, el engañador de las conciencias,
ciego de claridad, a tientas, lúcido,
por el infierno Torquemada busca
certificado de inocencia: nunca
pondrán el Sello en su papel vacío.
Manuel Padorno. Ética, 1967-77. En La palabra iluminada (Antología 1955-2007). Edición: Alejandro González Segura. Cátedra, 2011.
Imagen: Manolo Millares. De la carpeta Torquemada, 1970.
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