Un hombre se lanza al vacío.
Su pasado ha dejado de
existir.
Su presente es esta larga
caída,
este sereno descenso hacia
la muerte.
Todo ha quedado suspendido
como el soplo de una canción
sin palabras.
Su teléfono móvil cae
sonando con él:
una sórdida llamada de la
vida.
Él ya no puede responder,
va bajando tiernamente hacia
la muerte.
Un hombre va cayendo
hacia una llanura de cemento
donde miles de seres humanos
huyen como estrellas fugaces
que quisieran
abandonar un universo en
llamas,
un oscuro universo en el que
Dios
se ha escondido avergonzado
de su propia creación.
Él alza los ojos hacia el
cielo;
no hay respuesta posible.
Todo es de una serenidad
sorprendente
y él sólo oye el silbido del
aire que le roza la piel
mientras va descendiendo
hacia su muerte.
“¿Qué hora será? ¿Dónde
estarán mis hijos?”
Él no sospecha que sus
preguntas
ya las hace desde otro lugar
del tiempo,
otro lugar donde abrirá los
ojos y verá un vacío
como vacío está ahora su
propio corazón.
Dionisio Cañas. Corazón de perro. Ave del paraíso, 2002.
Imagen: Angela Bacon-Kidwell
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